domingo, 2 de octubre de 2022

Un corto, por favor

Presentación del cortometraje 'Cine y despedidas'

 Acaso por afición cervecera, siempre he asociado la palabra corto a cierta decepción, la de no poder disfrutar de una caña como Dios manda por falta de tiempo o necesidad de mantenerse sereno por la circunstancia que sea. Por suerte, el cine nos ofrece cuantiosas oportunidades de reconciliarnos con esta palabra a través de producciones de una dificultad técnica similar a la de un largo, pero con el mérito adicional de condensar en unos pocos minutos toda la complejidad de un relato que sería más fácil contar en un par de horas.

Como escritor que se cree que lo es, o al menos sueña que lo es, siempre he admirado a aquellos que dominan el microrrelato, en el que contar una buena historia es mucho más meritorio que derrochar 500 páginas para hacerlo, como en mi última novela. A diferencia de la cerveza, donde todo lo que sea bajar de la caña o el tercio supone un retroceso en el devenir de los tiempos, en la creación narrativa --ya sea por escrito o en formato audiovisual-- la síntesis en una tapa de degustación ofrece un chute de emociones más intenso muchas veces que en una gran ración talla menú asturiano, de modo que uno puede dejarse el alma en una butaca de un cine en poco más de cinco minutos.

Algo así ofrece Cine y despedidas, la última propuesta de Exterior Mar Producciones bajo la dirección de Jorge Cabanes y con guión y producción de Cecilia González Reza --con cuyo talento no puedo ser objetivo, cierto es--. La cinta se dio a conocer formalmente el pasado viernes, 30 de septiembre, en una premiere celebrada en los Cines Embajadores de Madrid.

A través de la conversación de Sara y Raúl, dos hermanos que en su infancia deben recurrir al cine y su pasión por la fantasía y la ciencia ficción para sobrellevar la marcha de su padre a otro país, el guión explora la nostalgia y la idea de que las películas pueden ser un salvavidas al que aferrarse en un mundo en el que todo vuela 

Este corto se apoya en la ternura de dos hermanos en dos momentos cronológicos de sus vidas y en referentes del cine fantástico para ofrecernos una vuelta a la inocencia, a la capacidad onírica del celuloide y al poder sanador de un bol de palomitas. No puedo negar mi relación subjetiva con esta producción, pero tampoco la emoción que me causó esta historia protagonizada por Marta Levenfeld, Pepe Palomo y Valeria Vigueret, que cuenta en su equipo técnico con Antonio Sanz Jiménez al frente de la fotografía, Pablo Castillo en el sonido y Bárbara C. Salas en el montaje.

Rodada en icónicos emplazamientos de Madrid asociados al séptimo arte como la plaza de Callao --con sus cines homónimos y el celebérrimo cartel de Schweppes-- o la ecléctica Sala Equis, completan el equipo técnico de este cortometraje Carmen Perona como ayudante de producción, Manuel Rivero como ayudante de cámara, Alberto Pellicer a cargo de la SteadyCam (clave en la tensión dramática del filme), María Gómez Orea como estilista, Gloria Bosque al frente del maquillaje y peluquería, y el polifacético Alex Sedano como responsable de la foto fija y making of.

Un entrante exquisito para una jornada cinematográfica que esperemos incluyan pronto en el menú de muchos festivales. En este caso sí, un corto, por favor.

jueves, 18 de agosto de 2022

La hija de la Biznaga

Ya se encuentra disponible en versión Kindle y en papel La hija de la Biznaga, la séptima novela de Juan Martín Salamanca, un regreso a los relatos de aventuras y piratas de la mano de un personaje muy especial, la capitana Conchita Mercader.

Obligada a regresar a la acción cuando ya se creía retirada, la famosa pirata Mercader se embarca en una última aventura en la que deberá cumplir una peligrosa misión en el Estambul otomano de mediados del siglo XVII, conocido todavía en occidente como Constantinopla, antes de poder regresar a las Indias para perseguir un tesoro tan codiciado como legendario que se encuentra escondido en el corazón de la Nueva España. Un oro perdido en la historia y protegido por los viejos dioses paganos cuyo hallazgo podría alterar el nuevo orden construido desde la llegada de los conquistadores. Una fortuna casi mitológica por la que hasta los más honorables y devotos pondrán en cuestión sus principios. Una vuelta a las viejas historias de corsarios y bucaneros en la que, de la mano de la mejor de las piratas, la libertad se demostrará como el más valioso de los tesoros.

lunes, 15 de agosto de 2022

¿Existe Juan Tallón?

Nada de lo que nos cuenta Juan Tallón en Obra maestra es cierto. Ni existe un Museo Reina Sofía, ni un artista llamado Richard Serra. Tal vez ni siquiera exista el autor de la novela. Todo es una gran conspiración internacional para vender libros, otra jugada más del lobby literario que mueve el mundo en las sombras.


Esto no lo leerás en los medios. Ellos te harán pensar que todo fue real, que aquello ya estaba ahí cuando el de Orense escribió su novela, supuestamente de no ficción. Que su Obra maestra consistió en seguir la pista a una escultura de 38 toneladas que se extravió misteriosamente y para siempre, obligando al escultor a crear un nuevo original, como si un disparate así pudiera ser cierto. Jamás te dirán la verdad. Que todo fue inventado, que nunca existió ese museo, ni una escultura llamada Equal-Parallel/Guernica-Bengasi, ni un artista norteamericano con apellido mallorquín que la realizara.


Borracho de su propaganda, me increparás, iluso lector, asegurando que has estado en Madrid (como si pudiéramos estar seguros de que esa presunta ciudad no sea un gran decorado formado por millones de figurantes contratados por Anagrama para promocionar la novela) y has visitado algún tipo de edificio con aspecto de viejo hospital llamado Museo Reina Sofía, donde entre otras cosas había una serie de piezas de acero corten laminado en caliente que se correspondían con la escultura de Serra.


Pobre lector ignorante. Es de tal calibre la conspiración que alcanza las más altas esferas, incluidos los grandes emporios mediáticos, que silenciarán este inmenso fraude mientras el poder político se apresura a dar pábulo a todas las fantasías del ameno escritor gallego —suponiendo que de verdad existan los gallegos y no sean más que la creación de Julio Verne para justificar la presencia de vida en la Luna—. Así, de la noche a la mañana hubo que levantar el mencionado museo y encargar una escultura a alguna acería para pasarla por la obra de un inexistente californiano excéntrico y genial. Para dar algo de solera al relato, había que inventarse también otros museos, como uno en Bilbao de nombre impronunciable, y hasta contarnos la milonga de que una empresa pudiera llegar a quebrar por culpa de las deudas de la Administración, cuando de todos es sabido que es una pagadora puntual, razonable y libre de complejidades burocráticas.


De nuevo dirá el lector, cuya incredulidad hacia mis tesis empieza a resultarme en exceso impertinente, que sería imposible crear de la nada dos museos de la envergadura del Reina Sofía y el Guggenheim para dar coartada a la novela, olvidando vilmente que Obra maestra vio la luz en 2022, tras dos años de oportuna pandemia en la que cuando no nos encontrábamos encerrados, andábamos demasiado atareados recuperando el tiempo perdido como para preocuparnos de si estaban o no un construyendo un museo en algún lado.


Y claro, seguro que alguien se acuerda de haber estado en ellos antes de tan fatídico estallido vírico, un recuerdo inoculado por esos medios canallas poblados de periodistas sin escrúpulos dispuestos a hacernos creer que hace diez años hicimos una excursión para ver un célebre cuadro de Picasso (otro artista inventado) en el centro de Madrid, cuando en realidad ese nombre sólo nos suena conocido de antes porque por esas fechas nosotros mismos, o tal vez algún amigo, tendría un coche llamado así en el que viajábamos bien apelotonados a las fiestas de algún pueblo cercano, el maletero lleno de litronas, alcohol de marca blanca y bolsas de hielos —eso último sí que existía, mira por donde, al contrario que ahora—.


Pero no, todo es una burda manipulación del establishment al servicio del lobby editorial, el que en verdad domina el mundo, no la banca ni las eléctricas, ni siquiera Florentino Pérez. Por vender libros, Tallón se inventó un museo que no existe, un escultor que jamás vivió y una escultura que nunca podrá aparecer porque no es real.


Todo fue un gran invento, como el propio Tallón. ¿O acaso una sola persona podría escribir con la habilidad y socarronería con la que él lo hace? Diría que es casi imposible. Al igual que ese Madrid inventado en la novela y construido después a toda prisa para dar credibilidad a las páginas —esa ciudad de fantasía que nunca se cerraba ni apagaba y donde la gente era incapaz de encontrarse con su ex—, también el propio Juan Tallón será seguramente un producto de mercadotecnia sazonado con ese atractivo galaico que siempre resulta útil para salvar una publicación o a un partido político.


No deberíamos descartar, no al menos sin profundo debate interno, que el tal Tallón sea en realidad el pseudónimo de tres guionistas con sobrada habilidad literaria en lugar de ese genio del periodismo y los libros al que incluso creemos oír en la radio de vez en cuando.


Cómo no, el más listo de los crédulos empeñados en desmontar este trabajado alegato por la verdad me echará en cara que cuestione la existencia de Tallón teniendo delante de mí un ejemplar de Obra maestra firmado precisamente por él durante la pasada Feria del Libro de Valladolid. Pero, ¿acaso puede estar seguro ese suspicaz ciudadano de que yo sea real? ¿No habrá algún documento de la CIA extraviado en los oscuros pasillos de Mar-a-Lago que demuestre, además de que Rosebud no era más que un trineo, que yo soy en verdad una alucinación producto de la falta de lluvias en Europa?


He ahí el gran secreto literario del señor Tallón que, gracias a este humilde justiciero de la alucinación y el desvarío, queda al fin al descubierto. Claro que, como subraya la funcionaria federal Alice Highsmith en la novela: No hay que hacerme demasiado caso.

miércoles, 15 de junio de 2022

Hasta siempre, Ángela

En Valladolid, mi pueblo y el suyo de adopción, se nos ha muerto como del rayo Ángela Hernández Benito, a quien tanto queríamos. Llevaba mucho tiempo enferma y casi no le quedaban fuerzas, pero no ha querido con su muerte ensombrecer la Feria del Libro y parece que ha esperado a que acabara para exhalar su último aliento, sin molestar. Cuatro años antes, en otra Feria del Libro, me dedicaba un ejemplar de su Escribo para decirte que te odio (Abelia, 2016), novela con la que me descubrió la figura del escritor maldito Ángel Vázquez.

Mucho antes de eso, yo era sólo un niño, pero como siempre he tenido una especial habilidad para recordar anécdotas mientras me olvido de algo de la lista del súper, lo recuerdo perfectamente. Era sábado. Mi padre trabajaba un sábado por la mañana sí y otro no. Ese día era de los que sí. Así que ahí estábamos mi madre y yo, en el coche, esperando a la puerta de su trabajo en el polígono de San Cristóbal para recogerlo e irnos juntos a pasar el fin de semana al pueblo. Mientras esperábamos, escuchábamos la radio. Por aquel entonces Eva Moreno, su hija, conducía el A vivir Castilla y León en la Cadena Ser. De pronto, una voz frágil, esforzada por no extinguirse, se coló en el micrófono. Hablaba de algo ocurrido hacía un porrón de años en Valladolid y venía a decir que gracias a lo que ocurrió, la ciudad del Pisuerga tenía su cuota de protagonismo en los antecedentes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.


Así descubrí lo que había sido la Controversia de Valladolid, así me lo enseñó Ángela. No pasó mucho tiempo, acaso unos meses, acaso un año, cuando fuimos con el colegio a visitar la Casa Museo donde nació Zorrilla. Era mi primera vez en aquella casa, a la que identificaba por estar enfrente de donde mis padres se hacían el pasaporte y el DNI. Una mujer, su directora, nos recibió con generoso cariño y amabilidad para enseñárnosla y hablarnos de su ilustre morador, el que escribió el Don Juan Tenorio. No necesité más que escuchar su quebradiza voz para comprender que se trataba de la misma que me había desvelado la Controversia de Valladolid en la radio.


Hubo más visitas, seguramente con el instituto, que no recuerdo tanto. Pero sí recuerdo acudir mucho tiempo después, cuando empezó a darme por estropear papel con algunas novelas de discutible fuste, para pedir un hueco y una oportunidad. Especialmente para una, una versión del Tenorio zorrillesco prosificada y ambientada en la Nueva York de nuestros días. Quería presentarla en el jardín romántico de la casa con la ayuda de unos amigos actores. No hubo ningún problema, Ángela me ofreció su ayuda y su mejor disposición para que además de mancillar la obra del poeta, también mancillara su hogar con mis torpes letras.


A cuenta de aquel libro, quiso un compañero fotógrafo hacerme unas fotos para ilustrar una noticia sobre el mismo. Se le ocurrió que la Casa Zorrilla sería un buen escenario, y de nuevo encontramos la colaboración de Ángela, que hasta me dejó posar con dos viejos sables para darle un toque gamberro a la foto. Así era, siempre dispuesta a ayudar a quien compartía con ella la pasión por la literatura y que buscara una oportunidad.


La prueba de que su apoyo no era un caso aislado la brindó el proyecto literario Contamos la Navidad, con un emotivo homenaje en la que siempre sería su casa, la de Zorrilla, allá por diciembre de 2016, poco después de su jubilación tras tres décadas al frente de aquel espacio cultural.


No era sólo una solvente gestora cultural y una excelente divulgadora, también era escritora, y muy buena, con más de 40 galardones literarios en su haber. Como periodista, recuerdo el orgullo con que escribí, allá por 2017, que había obtenido el Tercer Premio del concurso de novela corta de Rosa María Porrúa, nada menos que en México, donde por cierto triunfó, igual que ella, José Zorrilla, dos figuras que muchos nunca entenderemos la una sin la otra.


De su boca escuché algunas de las historias paranormales que se asocian a esa casona de la calle Fray Luis de Granada, tan propias de un romántico como Zorrilla. De todas ellas, la más llamativa era la del fantasma de la abuela Nicolasa, muerta antes de que naciera el escritor, pero a la que un mozo Zorrilla llegó a ver en la alcoba de invitados. Tanto gustaba doña Nicolasa de hacerse notar en aquel edificio que casi doscientos años después, cuando tras una reforma la habitación en cuestión quedó fuera del recorrido de la visita, comenzaron a ocurrir fenómenos extraños que sólo cesaron cuando el tour volvió a incluir el cuarto de la ofendida anciana.


Pero mal que le pese a la abuela Nicolasa, el alma que siempre nos acompañará en la Casa Zorrilla, pues para los que conocimos siempre estará ligada a ese histórico inmueble, es la de Ángela Hernández Benito, sin cuyo impulso no sería el museo y centro cultural que es hoy.


Te echaremos de menos, Ángela. La próxima Navidad será la primera en mucho tiempo en que no me llegará de tu teléfono un WhatsApp con tu felicitación. Ha sido un honor y un privilegio que me consideras tu amigo.

lunes, 4 de abril de 2022

'Cortar por la línea de puntos', una dosis de sanación para millennials a través del humor

Imagina tu vida como un recortable que se ha de construir cortando por la línea de puntos marcada. A cada tramo recortado, tu vida va evolucionando y el papel que te dieron muta irremediablemente. Pero, ¿y si optas por no cortar? ¿Y si tratas de mantener el papel intacto en tu bolsillo? ¿Seguirá siendo el mismo al cabo de diez años? ¿Se puede huir de la vida para evitar que cambie?

A ello se aferra Zero, el protagonista de ‘Cortar por la línea de puntos’ (‘Strappare lungo i bordi’), una serie de animación que ofrece, a través de seis capítulos que suman lo que una película no muy larga y con un humor irreverente y una ácida crítica social, una dosis de sanación para aquellos millennials a los que los cambios, las expectativas, la incertidumbre o las interacciones sociales nos oprimen el pecho en más de una ocasión. No es una terapia, desde luego, no sustituye el papel que a los profesionales corresponde, pero sí da un punto de sosiego mediante el ocio de muy recomendable aplicación.

Lo que pudo ser y no fue por miedo a dar el paso. El drama de pedir la pizza de siempre y perderse la más maravillosa sinfonía de sabores, o de arruinarse la cena por dar pie a algo nuevo cuando lo de siempre posee la vitola de éxito contrastado. La presión de hundir la vida de una profesora que en alguna ocasión esperó más de nosotros, como si ese mismo día fuera a terminar empotrada en los bajos de un camión tras tratar de ahogar en alcohol el dolor de esa decepción. La batalla perdida a la hora de ir a un aeropuerto, ya sea cediendo a la ansiedad de llegar con tanta antelación que el aburrimiento y el remordimiento por el tiempo derrochado nos devoren, o entrando en pánico ante la expectativa de que todos los desastres imaginables se harán realidad para impedir tomar nuestro avión por haber querido optimizar los minutos.

El dibujante toscano Michele Rech, más conocido como Zerocalcare, está detrás de esta serie de Netflix a la que no sólo pone lápiz e incluso voz, sino también sus propias cicatrices emocionales para construir un relato que aborda algunos de los miedos que muchos representantes de una generación criada en la comodidad y, sin embargo, condenada a la precariedad, sufren en Roma, en Madrid, en Chicago o en Buenos Aires.

Mientras nos va dando pinceladas de su relación de amor nonata con Alice, Zero se abre al espectador como si de su terapeuta se tratase, compartiendo una serie de angustiosos pensamientos que se repiten en su cabeza desde niño y que encuentran acomodo en una conciencia implacable, inmisericorde y autodestructiva con el aspecto de un armadillo antropomórfico bastante insoportable. Una introspección en clave de humor que hace ver a más de uno que no está solo con sus dolencias y que incluso se zambulle en otros problemas que acodan a nuestra sociedad como el suicidio y la forma en que afrontamos esta realidad, la inadaptación, la presión de los roles de género o el acoso escolar. Un ejemplo más de cómo esa sociedad, aunque sea a regañadientes y no siempre de la forma adecuada (como me explicaba en una reciente entrevista la flamante ganadora del Premio Nadal 2022, Inés Martín Rodrigo), va poniendo cada vez más la salud y la enfermedad mental en el foco del debate, empujada de forma ineludible por el tsunami emocional que ha sido la pandemia y al que no dejan de sumarse desastres.

Entretenido con la chanza, el espectador recorre todo un abanico de inseguridades que quizá haya experimentado en alguna ocasión, ayudando a digerir y relativizar estas angustias que la cabeza de cada uno (puede que no siempre con forma de armadillo, puede que con aspecto de búho, de águila, de Isaac Newton, de Alec Baldwin o de Isabel la Católica) crea para torturarlo con consecuencias apocalípticas ante la más nimia de las decisiones.

Y sin embargo, acaso a modo de redención, la vicisitudes del protagonistas nos demuestran que el mundo sigue girando con independencia de la pizza elegida, que aquella profesora tenía una vida que la mala nota de una alumno no arruinó o que no siempre hay una maldición bíblica al acecho de los que no madrugan. Una puesta en perspectiva desde una óptica divertida que bien puede servir de calmante para la ansiedad, la presión de las expectativas o el miedo a los cambios en una melancólica tarde de domingo, por ejemplo. Palabra de ansioso satisfecho.

Artículo publicado en Otro Mundo Es Posible