La trágica
noticia de vuestra muerte me pilló lejos de casa y no pude despediros,
permitidme que lo haga en estas líneas.
Siempre
quedará en mi memoria aquella tarde, hace ahora justo un año, en la que
charlaba junto a Sergio y mi amigo Tillo en la plaza de Saint Nolf, camino de
las piscinas. Tillo se marchaba precisamente a Francia, a formarse para el que
habría de ser su trabajo en una fábrica de aviones y Chapi también quería decirle
adiós. Bajo un sol de justicia, los tres acabamos hablando de lo que teníamos
en común, la bicicleta. Sergio, Chapi, se despidió al fin, deseó suerte a Tillo
en su aventura francesa y montó en su Seat León. Ese día quedó pendiente una
marcha en bicicleta en la que debíamos participar los tres, una marcha que ya
no podrá celebrarse.
Con Diego,
Checos como lo solíamos llamar, coincidí más veces sobre el asfalto, aunque
nunca estuvimos juntos más que unos metros. Solía alcanzarme de forma casual,
sin que hubiéramos programado hacer la misma ruta, cambiábamos dos palabras
sobre la bici y continuaba su ritmo, que para mí era inalcanzable. Así, cierto
día de verano, hace ya algunos veranos, fue capaz de subir tres veces el mismo
repecho en el tiempo en que yo lo subí una, sólo para esperarme sin aburrirse en
la cumbre del páramo que separa Megeces de Alcazarén. Hoy recuerdo con
nostalgia aquellos encuentros que ya no se repetirán, como esos otros que se
produjeron en Feliche o en el Blues, siempre con conversaciones en torno al
ciclismo, a veces también junto a Tillo, otras en compañía de mi primo Alonso,
quinto de Checos y de Chapi. También Alonso, a quien sé destrozado por la
noticia en Australia, compartió kilómetros con aquellos dos monstruos de la
carretera que murieron haciendo lo que amaban, pedalear.
Quizá por
pedalear una mañana de domingo, como hiciera, maldita la hora, el triste 28 de
julio, rechazó Checos pasar una noche de sábado vallisoletana en compañía de
más paisanos pedrajeros allá por el mes de diciembre. Ojalá hubieras estado con
nosotros entonces, Diego, ojalá pudieras seguir estando. Ojalá la injusta parca
no fuera tan fuerte para poder romper, como ha hecho con saña, el amor de
Sergio e Isabel, un matrimonio al que aún le quedaban muchos besos que
intercambiar.
Injusta y
absurda fue vuestra muerte, que podía haber sido la de cualquiera de vuestros
compañeros de agrupación ciclista, o de los que, sin pertenecer a ninguna,
disfrutamos de cada kilómetro sobre dos ruedas. El maldito azar os eligió a
vosotros, quién sabe si fue el destino. No puedo evitar un escalofrío al
pensarlo, ni dejar de mirar mi bici con vértigo. La próxima vez que nos subamos
a un sillín nos dirán que tengamos cuidado. No se trata de tener cuidado, sino
suerte, la suerte que os faltó a vosotros, la suerte de haber pasado por allí
cinco minutos antes o cinco minutos después, la suerte de que ese coche no
hubiera estado allí en ese momento, porque el cuidado lo llevabais.
No lo niego,
también sentiré cierto miedo la próxima vez, pero ahora más que nunca, me
siento obligado a hacerlo. Debo coger la bici, debemos coger la bici. Por
vosotros, nuestro homenaje debe ser llenar las carreteras con bicicletas. Que
todos sepan que los ciclistas seguimos ahí, y que vosotros también seguís ahí.
El próximo día que salga a la carretera, sé que cada pedalada me será más fácil, porque los dos me ayudaréis a darla.