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lunes, 16 de enero de 2012
miércoles, 11 de enero de 2012
La cárcel de Pedraza
Para todos aquellos que duden del poder inspirador del arte y la historia, aquí viene una escena que se me ocurrió durante mi visita a la villa segoviana de Pedraza de la Sierra; en concreto, a su vieja cárcel. Aunque se trata de una prisión del S.XVI, seguía usándose en época de la revolución de 1868, La Gloriosa, por lo que me asaltó la idea de qué clase de persona podía verse condenada a viajar a las duras condiciones de casi dos siglos atrás en una centuria que presumía de un continuo y vertiginoso progreso. Así podría arrancar una novela, ¿se os ocurre cómo continuarla? Os propongo jugar con la imaginación, ¿os animáis? ¡Ahí va!
Los goznes de aquella puerta comenzaron a chirriar y un osado rayo de luz se inmiscuyó en aquel pestilente y lúgubre cubículo de madera. Previamente, el carcelero se había asomado para anunciar el nombre del afortunado que esa mañana podría pasear por las calles de Pedraza.
-Alejandro Jiménez.
El reo salió con determinación, deseoso de abandonar aquella pocilga donde se hacinaba una quincena de personas y donde dos agujeros servían para evacuar las heces de los presos, que caían a una mazmorra situada en el piso inferior, ya en desuso. Sin embargo, Alejandro se frenó en seco y se llevó las manos a la cara para evitar que la luz del sol, tras una semana de oscuridad casi absoluta, le quemara las retinas. Después de un rato, pudo salir a la calle, donde lo esperaba su buen amigo Diego, cuyas influencias en el Gobierno Civil de Segovia le habían permitido salir de prisión tras su último altercado, esta vez en Pedraza.
-La monarquía ha caído-. Informó éste -La reina ha abandonado España.
Alejandro contemplaba el caserío del pueblo, con las torres de varias iglesias que apuntaban hacia el cielo, mientras analizaba lo que su amigo le acababa de contar y decidía qué hacer. Aquellos edificios de piedra lo transportaban atrás en el tiempo, al siglo XVI, cuando la familia Velasco era la propietaria de la villa. Era hora de romper esas cadenas.
-Nos vamos a Madrid-. Zanjó a la vez que sacudía la mugre de su desgastada levita -Es la hora de construir una nueva España.
Los dos se alejaron de aquella prisión que aún se empleaba por entonces, en pleno siglo XIX, a pesar de permanecer prácticamente igual que cuando empezó a utilizarse, allá por los 1500 y pico.
En un mesón de la Plaza Mayor gozaron con el vino que ellos mismos habían traído desde Peñafiel para abastecer las tabernas de la comarca y montaron en su carreta, ya libre del peso del licor, tirada por un viejo jamelgo al que cada paso parecía costarle un mundo. En su camino, volvieron a pasar por la prisión, que además era el torreón que guarecía la única entrada al pueblo, y empezaron a descender el altozano sobre el que se ubica, camino de un mejor destino para ellos y para España.
Los goznes de aquella puerta comenzaron a chirriar y un osado rayo de luz se inmiscuyó en aquel pestilente y lúgubre cubículo de madera. Previamente, el carcelero se había asomado para anunciar el nombre del afortunado que esa mañana podría pasear por las calles de Pedraza.
-Alejandro Jiménez.
El reo salió con determinación, deseoso de abandonar aquella pocilga donde se hacinaba una quincena de personas y donde dos agujeros servían para evacuar las heces de los presos, que caían a una mazmorra situada en el piso inferior, ya en desuso. Sin embargo, Alejandro se frenó en seco y se llevó las manos a la cara para evitar que la luz del sol, tras una semana de oscuridad casi absoluta, le quemara las retinas. Después de un rato, pudo salir a la calle, donde lo esperaba su buen amigo Diego, cuyas influencias en el Gobierno Civil de Segovia le habían permitido salir de prisión tras su último altercado, esta vez en Pedraza.
-La monarquía ha caído-. Informó éste -La reina ha abandonado España.
Alejandro contemplaba el caserío del pueblo, con las torres de varias iglesias que apuntaban hacia el cielo, mientras analizaba lo que su amigo le acababa de contar y decidía qué hacer. Aquellos edificios de piedra lo transportaban atrás en el tiempo, al siglo XVI, cuando la familia Velasco era la propietaria de la villa. Era hora de romper esas cadenas.
-Nos vamos a Madrid-. Zanjó a la vez que sacudía la mugre de su desgastada levita -Es la hora de construir una nueva España.
Los dos se alejaron de aquella prisión que aún se empleaba por entonces, en pleno siglo XIX, a pesar de permanecer prácticamente igual que cuando empezó a utilizarse, allá por los 1500 y pico.
En un mesón de la Plaza Mayor gozaron con el vino que ellos mismos habían traído desde Peñafiel para abastecer las tabernas de la comarca y montaron en su carreta, ya libre del peso del licor, tirada por un viejo jamelgo al que cada paso parecía costarle un mundo. En su camino, volvieron a pasar por la prisión, que además era el torreón que guarecía la única entrada al pueblo, y empezaron a descender el altozano sobre el que se ubica, camino de un mejor destino para ellos y para España.
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