Tenía el Premio Cervantes, el más prestigioso galardón de las letras en español. Tenía el Premio Nacional de las Letras, el Premio Castilla y León de las Letras y hasta una medalla concedida por el Papa. Sin embargo, José Jiménez Lozano se ha ido sin hacer más ruido del necesario, de una forma sobria, austera, casi hasta ofensiva para su importancia --en plena crisis del coronavirus para pasar aún más desapercibido--, pero muy acorde con su forma de vida, la de un castellano de La Moraña en Tierra de Pinares.
Tuve la suerte de que me recibiera un par de veces en su casa con una amabilidad y cercanía que hasta conocerlo en persona me costaba imaginar. Y pese a esa cercanía, con un respeto hacia los demás propio de las grandes personas, a las que ni los años ni los premios separan los pies del suelo. Hoy recuerdo la humildad con la que me narraba sus encuentros en Madrid, en su juventud, con las figuras de la literatura de entonces, o cómo me prevenía del riesgo que lo políticamente correcto supone para la creación literaria, advertencia que el tiempo sólo ha hecho que agravar y darle, una vez más, la razón.
Escribía sobre sus creencias, sobre su rebeldía cristiana, sobre Castilla y la mística que forjó su idiosincrasia, siempre poniendo la calidad por delante de lo comercial, quizá una de las causas de que su marcha no haya hecho tanto ruido como merecía y de que, sin embargo, haya sido considerado una de las grandes plumas en español.
Su muerte y funeral fueron propios a su carácter y su forma de ser. La presencia de algunas autoridades políticas --menos de las que deberían rendirle homenaje--, de medios de comunicación y de un cardenal acompañado de media docena de presbíteros, recordaba en la iglesia de Santiago Apóstol de Alcazarén que no se trataba de un funeral cualquiera, pero el ambiente general era el acorde al de un vecino que se ha ido. En silencio, mostrando el cariño y el respeto como se hace en Castilla, con emoción contenida y sin alharacas, según recordó en su homilía monseñor Ricardo Blázquez.
Su marcha me deja un regusto amargo por las oportunidades perdidas para haberle vuelto a visitar en los últimos meses. Por esos "para otro día" que ahora no tienen remedio, vayan mis disculpas donde quiera que esté y mi admiración por su forma de pasearse por la historia de la literatura. Sobran más palabras inútiles para quien sabía manejarlas mil veces mejor que yo. Simplemente, gracias, don José, por su amabilidad, su cercanía, y sus letras.
Descanse en paz, maestro.