18 de agosto de 1812
Andrés terminaba de cargar su viejo mosquete aquella cálida mañana de agosto. Era una arma vieja, gastada, y su diseño empezaba a quedar desfasado ante el empuje de los nuevos fusiles, mucho más versátiles. Pero era lo que había y, en el fondo, estaba contento de tener con qué luchar para liberar su ciudad de los gabachos y devolverles lo de hacía dos años. Con el arma ya lista para disparar, observó con orgullo el ejército del que formaba parte, integrado por ingleses, irlandeses y demás naciones del Reino Unido, dispuestos a acabar con el imperio de Napoleón; tropa suiza, ansiosa por cobrar la paga prometida; voluntarios de León, del Bierzo, de Madrid, y, cómo no, por hijos de la ciudad, volcados para recuperar la patria arrebatada por el invasor francés. Una mirada al frente le borró la sonrisa de la cara. Al ver la muralla de mampostería, comprendió los terribles daños que su cirugía iba a causar al extirpar el tumor galo, y lloró por su ciudad, por sus vecinos, y por su familia. En ese momento, la orden firme del general Santocildes lo sacó de su meditación: ¡Fuego! Inmediatamente, mosquetes, fusiles y, sobre todo, cañones, vomitaron fuego contra los vetustos muros de piedra. La batalla estaba en marcha.
20 de agosto de 1812
Dos días después volvió a salir el sol, y sus rayos se filtraban por las ventanas de la celda de Cosme, que esperaba juicio sumarísimo por delitos de Sedición, Lesa Majestad y Alta Traición. Desde que fue hecho prisionero, no había probado bocado, estaba aterrado. La pena que le esperaba si lo declaraban culpable, y sólo un milagro evitaría que eso ocurriera, sería la muerte. A pesar de todo, no renegaba de sus ideales revolucionarios, ni del 'Libertad, Igualdad, Fraternidad', pero sí de sus compañías, de los odiosos gabachos, a quien Dios maldiga por los siglos de los siglos. Cuando rindieron la ciudad, Santocildes y Castaños les permitieron una capitulación honrosa, pero no así a los afrancesados, con quienes se iba a cebar el odio acumulado en los últimos años. De ahí que todos estuvieran cruzando los Pirineos con la Grande Armée. Todos no, algún desgraciado como Cosme no había podido huir, y su situación no era para nada envidiable. Se abrió la puerta del calabozo, venían a buscarlo, alea iacta est.
Septiembre de 1812
Mientras los sepultureros terminaban de enterrar en una gran fosa a los últimos fusilados, un soldado lloraba a su hermano en una tumba solitaria. El muerto también era un condenado como los otros, pero su hermano había terciado para conseguir ese pequeño privilegio, aunque, eso sí, fuera de una iglesia y de terreno consagrado, mas al menos tenía un sitio para él solo donde podía llevarle flores. Quien descansaba para siempre bajo aquella tierra roja de la Maragatería era Cosme, fusilado por orden de un juez militar. Quien lo plañía, Andrés, que no pudo, o no quiso, evitar tan sumaria ejecución. Ahora lloraba, sin olvidar el rostro inerte de su hermano. Aquella cara tenía un gesto triste, el de la derrota y el miedo, pero la suya era aún peor, reflejaba vergüenza, el deshonor de la victoria revanchista, el estigma de Caín, una marca que a partir de entonces llevarían muchos españoles. La guerra había traído la independencia; la Revolución, ideas de libertad, pero la caída del Antiguo Régimen había servido para que desde ese momento las contiendas civiles ya no fueran por uno u otro pretendiente al trono, las ideologías serían las que pugnaran, la excusa perfecta para que los españoles se odiasen y se masacrasen durante generaciones. Mientras lloraba frente a la tumba de su hermano, Andrés no era consciente, pero acababa de escribir su nombre en una ominosa lista de caínes hispánicos.
En homenaje a la ciudad de Astorga por la brillante recreación de sus Sitios, y a los caídos de aquella lucha, los que pelearon por España, por la libertad, por Napoleón, por Gran Bretaña o, sencillamente, por dinero, pero sobre todo, para todas aquellas víctimas del odio que sembró el conflicto.
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