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Foto: Autopista de Malibú. Firma: 123RF. |
El motor de aquel
Pontiac G3 se enardecía a medida que su conductora le exigía más y más. Quería cubrir cuanto antes la distancia que separa Malibú del resto de Los Ángeles, y obligaba a su utilitario a cortar la brisa que el Pacífico arrojaba sobre aquella autopista, la Estatal 1, encajonada entre el océano y las montañas. Había tenido un mal día, y por eso trataba de ahogar su ansiedad pisando fuerte el acelerador. Llevaba la ventanilla bajada y el viento agitaba su cabello castaño y curtía su bronceada piel. Era una auténtica belleza, pero la vida no la había tratado bien, y ahora su mundo se desmoronaba, mientras adelantaba sin cesar por aquella autopista costera. Su agresividad al volante era evidente, de modo que la mayoría de conductores se apartaba para dejarle paso y evitarse problemas. Con total desprecio a los pitidos que recibía, abandonó la estatal al llegar a Santa Mónica y siguió con su paso veloz a través de Ocean Avenue, hasta que salió de esta vía litoral por la izquierda y se internó en la ciudad con un giro tan brusco que casi acaba con más de un peatón atropellado. Era hora punta y se notaba en el tráfico de Santa Mónica Boulevard, pero eso no hacía que se detuviera y, cuando se encontraba todos los carriles ocupados por vehículos más lentos, no tenía mayor problema en invadir el sentido contrario y adelantarlos por allí. Parecía que la persiguiera el mismo diablo. Repitió la maniobra un par de veces. Varios coches pudieron dar un volantazo y evitar la colisión, pero se habían quedado cruzados sobre la calzada y provocaban el caos. Sin importarle, la preciosa chica y su
Pontiac continuaron por el bulevar y dejaron atrás Santa Mónica y Westwood, antes de entrar en Berbely Hills. Al llegar a un cruce, se colocó en el carril de la izquierda para evitar así a las dos tortugas que frenaban sólo por ver en ámbar el semáforo. Ella pisó a fondo y, como si el tiempo se hubiera detenido, notó una terrible sacudida en el costado izquierdo y cristales que saltaron a cámara lenta sobre su cara. Una furgoneta que venía por Rodeo Drive la acababa de dar de lleno. La joven perdió la noción de la realidad, pero enseguida comprobó cómo el tiempo recuperaba su ritmo frenético. Ahora todo se movía muy deprisa, mientras su coche no dejaba de dar vueltas. Al fin se paró y, a punto de perder la consciencia, las campanas de la iglesia presbiteriana de la esquina despidieron con su lánguido tañido a la muchacha, bajo el abrasador sol de California.
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Foto: Sunset Boulevard. Firma: Safratna.com |
El mismo sol asfixiante tostaba la piel de la señora Raven mientras flotaba de forma despreocupada sobre la piscina de su casa, en las colinas de Hollywood. El jardín daba a un barranco y eso le dotaba de magníficas vistas. Al noreste, el celebérrimo cartel de Hollywood; al suroeste, Santa Mónica y Venice, aunque el océano apenas se veía por culpa de la contaminación, la misma que difuminaba la silueta de los rascacielos que, al sureste, se mostraban orgullosos en el Downtown. Al norte estaba la casa, de piedra marrón y tejas rojas de cerámica entre las que se asomaba la terraza del dormitorio principal, abuhardillado. El patio estaba comunicado con la calle por una amplio corredor tapizado de césped entre la casa y la cerca de ladrillo rústico que delimitaba la parcela vecina. Por aquel pasillo entraba en ese momento el señor Raven, un exitoso bróker que acababa de aparcar su
BMW Serie 6 Cabrio en la entrada, junto a la
Dodge Caravan de su mujer. Dentro, en algún lugar del garaje, la familia guardaba también un
Lincoln Navigator. Buenos tiempos. Mientras marido y mujer charlaban junto a la piscina, la puerta de atrás de la casa, una inmensa corredera acristalada, se abrió para que por ella saliera una mujer bajita, morena, vestida con uniforme y cofia. Se trataba de la asistenta, una latina de esas que trabajan sin seguro médico y por el salario mínimo, que había dejado la cena en el horno y se marchaba ya tras una dura jornada laboral. Salió por el mismo sitio por el que había entrado Mr. Raven y, tras esquivar los lujosos coches aparcados a la entrada, montó en su viejo
Ford Contour, se deshizo de la ridícula cofia y tomó la sinuosa carretera que bajaba la colina hasta Sunset Boulevard. Luego siguió por La Ciénaga antes de girar a la derecha y salir a Santa Mónica Boulevard, donde se encontró con un atasco más intenso de lo habitual. Normalmente, tardaba una media hora en llegar hasta su casa, pero esta vez ya había perdido sesenta minutos sólo hasta el cruce con Rodeo Drive, donde un terrible accidente de tráfico generaba ese embotellamiento. Desde su posición, Guadalupe observó cómo los equipos de Emergencias sacaban de un amasijo de hierros, que otrora fue un
Pontiac G3, el cadáver de una preciosa chica y lo metían en una bolsa de plástico, camino del depósito.
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Foto: Cartel de Hollywood.
Firma: El blog de viajes y estudios. |
Nancy era una prometedora muchacha que había tenido una infancia llena de sueños en su pequeño pueblo de Nueva Inglaterra. Al graduarse en el instituto, cogió los ahorros que había reunido sirviendo cafés después de clase y se plantó en Los Ángeles para ser una gran actriz. Se buscó un empleo de camarera-patinadora en un restaurante de comida rápida con el que pagarse las clases de interpretación, y recorrió cada estudio de Hollywood en busca de una oportunidad. Harta de recibir portazos y papeles en películas porno, esta joven a la que el sol de California había bronceado su lechosa piel y a la que el tinte había acastañado sus dorados bucles de la Costa Este, hizo de tripas corazón y empezó a utilizar sus armas de mujer para encandilar a algún productor que la consiguiera trabajo, un personaje que la lanzara al estrellato para no tener que volver a acostarse con esos libidinosos del medievo. Sin embargo, el último se había pasado de la raya. Nancy no pudo soportar tanta humillación, y aquel día, salió corriendo de la casa del muy cerdo, un coqueto bungalow en plena playa de Malibú, y ya no se detuvo hasta que una furgoneta blanca se llevó por delante su frustrado sueño americano en un cruce del glamuroso Beberly Hills.
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Foto: Bandera en el porche.
Firma: 123RF |
Por fin, en las últimas horas de la tarde pudo Guadalupe alcanzar su modesta casa de Inglewood, a unas pocas manzanas del mítico
Great Western Forum, antiguo hogar de equipos como los
Lakers. Atravesó el jardín delantero donde su marido había dejado cruzado su
pick-up, un
Toyota que incluía piezas fabricadas en la planta de Long Beach donde trabajaba. Seguramente, Emiliano hubiera vuelto cansado del trabajo y ahora estaría relajándose en el sillón, con una
Budweiser en la mano y el
soccer en la tele, esperando a que la cena estuviera servida, como si ella no se sintiese reventada. Antes de cruzar la puerta, Lupe, como la llamaban sus amigos, se fijó en la bandera americana que ondeaba en el porche. La vida en los Estados Unidos no era tan maravillosa como muchos imaginaban al sur del Río Grande. Desde que cruzó la frontera, ella y su marido malvivieron como ilegales en Nuevo México durante varios años, hasta que Emiliano encontró trabajo estable en Long Beach y pudo regularizar su situación. Pero, incluso después, la vida de un espalda mojada seguía siendo dura. Sin embargo, ella miraba la bandera con orgullo. Su vida no era tan excitante como la de las protagonistas de
Sex in The City, pero aquí podía andar por la calle con cierta tranquilidad, mientras su prima Inés había pasado a engrosar hacía dos años la interminable lista de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y, aunque Los Ángeles tenía fama de violenta, nada a sus ojos se le asemejaba con la barbarie criminal que sacudía su país, una tierra a la que seguía amando y de la que también se sentía orgullosa, pues llevaba su esencia en la sangre.
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Foto: Coca-Cola con nachos.
Firma: ernestycricri.blogspot.com |
En esos pensamientos andaba cuando, al atravesar el umbral de la entrada, descubrió sorprendida que Emiliano y su hijo, Francisco, habían preparado una típica cena mexicana en el jardín de atrás. Era uno de esos instantes en los que parecía que seguían siendo una familia, y no ese grupo de coinquilinos a los que América había desestructurado. El motivo,
Frankie se graduaba en el instituto y había logrado una beca para ir a la universidad. Él había nacido en Estados Unidos, era un chicano, pero, al fin y al cabo, un ciudadano de pleno derecho. Estudiaría Medicina y, si todo fuese bien, el día de mañana sería un prestigioso cardiólogo del
Reagan Medical Center o un solicitado cirujano plástico de cualquier clínica de Beberly Hills, con una abultada nómina, un caro seguro médico, una casa como en la que ella servía y un coche de esos en los que bien puede vivir una familia, con minibar y televisión. Mientras divertía su cabeza con aquellas especulaciones, atacaba el plato de nachos y se servía otro taco, bien cargado de guacamole. También habían preparado enchiladas, frijoles charros, chilaquiles y otras tantas delicias, muchas de ellas más propias del desayuno que de esas últimas horas del día, pero no por ello menos sabrosas y apropiadas para devolverla a su aldea de Michoacán. Cayeron un par de tequilas, aunque Lupe decidió que dos eran más que suficientes y se abrió una lata de Coca-Cola, la fusión perfecta de sus dos patrias. Con esa exquisita comida, la compañía de las personas amadas, el frescor que se respiraba en el jardín, bajo el anaranjado cielo nocturno de Los Ángeles, y la promesa de un futuro mejor para su hijo, Guadalupe comprendió que todos sus sacrificios, los años de ilegales, el trabajo agotador y mal pagado, la prepotencia de sus patrones gringos y la choza humilde que los acogía en Inglewood, habían valido la pena y, pese a que probablemente siempre fuera pobre, si todo servía para que Francisco tuviera una vida mejor de la que le hubiera correspondido en un arrabal del D.F, ella y su marido verían cumplido con creces su sueño americano, aquel en el que tantos compatriotas se habían quedado por el camino, y el mismo en el que se ahogó la dulce Nancy del
Pontiac G3. ¡Dios bendiga América!
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