domingo, 5 de febrero de 2012

Los dos patitos


El pato Guanajuato abrió los ojos como todos los días, bastante tarde.



Era una ave perezosa a la que no le gustaba madrugar. Vivía, como otros patos similares, en una casa de piedra levantada sobre una pequeña isla, donde no se acercaban los humanos, lo que le permitía seguir durmiendo sin que lo molestaran hasta bien entrada la mañana.

Cuando sus compañeros de habitación comenzaban la jornada, los alrededores estaban desiertos, y todos los ánades podían moverse a sus anchas para buscar alimento, tanto dentro como fuera del agua de aquel estanque. Sin embargo, el menú a base de plantas, semillas y algún que otro caracol no terminaba de gustar a Guanajuato, que se pirraba por las galletas y los barquillos que le daban los niños y mayores que visitaban el lago. Otros eran esquivos y rehuían a los hombres, pero Guanajuato era un pato doméstico y se sentía cómodo con aquellos extraños seres sin plumas.

Así que dormía hasta que el parque se encontraba lleno de personas dispuestas a alimentarlo. Salía de su escondite, estiraba las patas y las alas para desentumecerse, y se lanzaba al agua, lo que le provocaba un refrescante cosquilleo en el vientre que terminaba de despertarlo.

Con sus portentosos pies, que eran propiamente unas aletas, nadaba veloz y alegre rumbo a la orilla donde solían colocarse los humanos, tras un pequeño muro de piedra que evitaba que estas criaturas tan raras, que ni podían volar ni se desenvolvían del todo bien en el agua, se cayeran y terminasen empapadas. Cuando ya se había saciado, cruzaba el lago y se internaba en una playa resguardada de la presencia del hombre, donde se pasaba el resto del día descansando, hasta que al caer la tarde regresaba a su casita de piedra. Aunque en el parque nunca faltaba gente, determinados días de la semana, casi siempre los últimos, eran los que ofrecían mayores visitantes, por lo que era cuando Guanajuato se pegaba un gran festín, a pesar de los engreídos cisnes que se entrometían con su fascinante y largo cuello para dejar a dos velas a los pobres patos.

De todos modos, era en verano cuando mejor le iban las cosas.

La cantidad de niños se multiplicaba, los días eran más largos y tenía más tiempo para retozar con esos pequeños que, además, tenían la costumbre de recorrer el estanque en una barca llamada ‘La Paloma’, comandada por un señor dicharachero tocado siempre con una blanca gorra de capitán. Disfrutaba de una vida tranquila, y por nada del mundo renunciaría a ella.



No obstante, aquel no era un día de verano, sino de finales de otoño y, como otras veces, había llegado un grupo de patos frisos que huían de las bajas temperaturas de donde vivían.

En una época en la que el alimento era menos abundante, esos intrusos venían siempre a molestar, y a Guanajuato no le hacía ninguna gracia.

Después de cumplir con su ritual mañanero, se marchó hacia su querida playa, pero en su sitio preferido, se topó con una impertinente pata frisa que, por lo visto, no era consciente de que invadía un territorio ajeno.

Maragata, la pata, era una hermosa hembra de plumaje pardo, con espejuelo rosado en las alas, cuello y abdomen blancuzcos, cabeza grisácea y un sugerente pico negro. Lo único que tenía en común con Guanajuato, cuyas plumas poseían una monótona tonalidad blanca en todo su cuerpo, eran sus pies, del color de las naranjas.

La amabilidad no era una característica destacable en Guanajuato y, como era de esperar, echó a la pobre ave fuera de la playa.

Sin embargo, pronto empezó a sentir remordimientos por su actitud, y se ofreció a enseñarle el estanque y a acompañarla a la hora de visitar a los humanos que tan ricos barquillos regalaban.

Transcurrieron las semanas, las nieblas dieron lugar al hielo, el hielo a la nieve, la nieve a la lluvia, la lluvia al buen tiempo y, al final, Guanajuato y Maragata se hicieron amigos. Entonces, el pato Guanajuato se dio cuenta de que nunca más podría respirar sin la pata Maragata y de que su anterior vida carecía ya de sentido.

Ahora, todos los días salían juntos a explorar aquel vergel, a mezclarse entre la gente por las aceras, a subirse con los niños en los columpios, a picotear las pintorescas estatuas y bustos diseminados en inhóspitos rincones, a espantar a los gatos que acechaban a los indefensos polluelos o a parpar junto a los esmerados jardineros para hacer más agradable su faena. Pero también esa peligrosa curiosidad de la pata le daba más de un susto, como cuando se adentraba por el pequeño canal que salía del lago y que no se sabía muy bien adónde conducía. A pesar de todo, ahora sí Guanajuato se sentía completo.

Lamentablemente, el invierno pasó, y Maragata regresó con los suyos a casa, al estanque de un lugar llamado Hyde Park, situado en una isla más allá del mar.



Aquella primavera, Guanajuato se la pasó cual alma en pena, recorriendo los lugares donde habían estado juntos, como el canal, los caminos en los que se burlaban de los pavos reales y de las insulsas palomas, las fuentes sobre las que paseaban cuando el frío helaba sus aguas…

Su mejor amigo, el pato Macchiato, lo trató de convencer de que ella volvería al invierno siguiente, pero nada lo consolaba. ¿Y si no volvía? Tal vez su familia eligiera otro parque para pasar los meses más gélidos. Podía ocurrir que nunca la volviese a ver, que ella conociese a otro pato más divertido y menos perezoso, y que lo olvidase para siempre.

La sola idea era insoportable, mas estaba atado al estanque, pues no conocía otro lugar del mundo, que para él se acababa en ese jardín bautizado con razón Campo Grande.

Entonces vio sus alas, y comprendió que, a diferencia de los bizarros humanos, podía volar y desprenderse de cualquier atadura. No estaba enjaulado como otras aves que había visto en las pajareras del parque. Él era libre.

Habló con otros patos más viejos y sabios, y se informó de cómo podía llegar hasta Hyde Park. Finalmente, cuando ya lo tenía todo preparado, se impulsó con sus aletas por el agua a gran velocidad y, en el momento preciso, extendió sus alas, comenzó a batirlas, realizó un último esfuerzo, y su cuerpo salió del agua, volando hacia la felicidad.

2 comentarios:

  1. Que buenos recuerdos en el Campo Grande cuando nos llevaban de pequenos la Charo y abuela... comiendo las oleas y mondando en la barca escuchando las historias del barquero sobre los patos.

    Dile al patito que se quede en el Campo Grande que en Hyde Park hace mucho frio.

    Muy buen cuento.... lleno de recuerdos cousin! ;-)

    ResponderEliminar
  2. AY...! ESCRIBE ALGO DE ALGUN PATO QUE QUIERE VOLAR PERO NO SABE HACIA DONDE...!
    PRECIOSOS LUGARES EL CAMPO GRANDE Y HYDE PARK!!

    ResponderEliminar