Los goznes de aquella puerta comenzaron a chirriar y un osado rayo de luz se inmiscuyó en aquel pestilente y lúgubre cubículo de madera. Previamente, el carcelero se había asomado para anunciar el nombre del afortunado que esa mañana podría pasear por las calles de Pedraza.
-Alejandro Jiménez.
El reo salió con determinación, deseoso de abandonar aquella pocilga donde se hacinaba una quincena de personas y donde dos agujeros servían para evacuar las heces de los presos, que caían a una mazmorra situada en el piso inferior, ya en desuso. Sin embargo, Alejandro se frenó en seco y se llevó las manos a la cara para evitar que la luz del sol, tras una semana de oscuridad casi absoluta, le quemara las retinas. Después de un rato, pudo salir a la calle, donde lo esperaba su buen amigo Diego, cuyas influencias en el Gobierno Civil de Segovia le habían permitido salir de prisión tras su último altercado, esta vez en Pedraza.
-La monarquía ha caído-. Informó éste -La reina ha abandonado España.
Alejandro c
-Nos vamos a Madrid-. Zanjó a la vez que sacudía la mugre de su desgastada levita -Es la hora de construir una nueva España.
Los dos se alejaron de aquella prisión que aún se empleaba por entonces, en pleno siglo XIX, a pesar de permanecer prácticamente igual que cuando empezó a utilizarse, allá por los 1500 y pico.
En un mesón de la Plaza Mayor gozaron con el vino que ellos mismos habían traído desde Peñafiel para abastecer las tabernas de la comarca y montaron en su carreta, ya libre del peso del licor, tirada por un viejo jamelgo al que cada paso parecía costarle un mundo. En su camino, volvieron a pasar por la prisión, que además era el torreón que guarecía la única entrada al pueblo, y empezaron a descender el altozano sobre el que se ubica, camino de un mejor destino para ellos y para España.
Fabuloso
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