domingo, 13 de enero de 2013

El Salón de Recreo

Foto: tendenciashombres.com

Al pequeño Charlie, la sisa de su chaqueta no dejaba de tirarle. Puede que estuviera mal confeccionada, o que simplemente fueran los nervios. Al final de la calle, veía los nuevos automóviles aparcados a la puerta del Salón de Recreo, en cuyo jardincito de entrada no cabía una levita ni un bombín más, desbordado ya el porche victoriano de aquel edificio donde se reunían las clases altas para su esparcimiento. Desde hacía días, los periódicos, incluidos los de la lejana Londres, no hablaban de otra cosa, la magnífica soprano Chiara Prandelli actuaría en la ciudad. Sin embargo, no sería en el Teatro de San Jorge, donde cualquier obrero con gustos refinados podría sacrificar cinco chelines para disfrutar de la sublime voz de la veneciana desde el gallinero, sino en el Salón de Recreo, para que ningún potentado de la comarca tuviera que soportar el aspecto y, por qué no decirlo, el olor de la clase obrera.

La idea provenía del señor Brown, propietario de la fábrica de arados y cosechadoras, que había convencido al resto de socios del Salón para costear entre todos la actuación y poder disfrutar de ella a solas, reforzando el prestigio elitista de la institución, a la que cualquier pasante, galeno o chupatintas aspiraba a unirse. Para su desgracia, uno de sus empleados, Thomas Wheeler, amante donde los hubiera de la música, había ideado un plan para colarse junto a su hijo, cuyo cumpleaños se celebraría pronto y al que quería agasajar con un recital que sería recordado largo tiempo en la ciudad.

Thomas había empleado los cinco chelines que hubiera costado la entrada en la platea de un teatro, más algún otro, en comprarse un soberbio traje con levita incluida. Estaba seguro de que si entraba con atuendo elegante y el aire señorial en medio de aquel mar de bombines y chisteras, nadie repararía en él, ni en que no era miembro del Salón de Recreo, y lo dejarían pasar hasta el auditorio.

Estaba tan metido en su papel que ni vaciló. Condescendiente, atravesó junto a su retoño el jardín que daba a la amplia acera de granito, cruzó el porche victoriano y pasó triunfante al recibidor, donde eligió al sirviente menos espabilado para darle su sombrero, a fin de que no pudiera saber si el tipo con el que trataba era socio o no. Tomó las escaleras y subió hasta la última planta siguiendo al resto de espectadores, que se apresuraba a tomar asiento. Quien sí estaba nervioso era el pequeño Charlie, con aquel pantalón corto de algodón, la chaqueta de los domingos y la camisa recién almidonada. Nadie creería que el hijo de un rico tratante de Wellesley Avenue pudiera vestir de forma tan humilde, pero todos dieron por sentado que sería algún mozo a su servicio, de esos que cumplían fielmente cualquier mandado a cambio de un triste penique.

Como era el recadero, no lo dejaron entrar. Esperó un tiempo en la puerta de la sala, ante la atenta mirada de un estirado ujier de bigote almizclado y calva reluciente, pulcro uniforme y guantes blancos de sirviente, impecables. Tras un rato, Charlie siguió con el plan de su padre.

-Soy el criado del señor Bonahugh-. Ésa era la falsa identidad de su padre -Tengo que transmitirle un mensaje.

El severo hombre aceptó y le franqueó el paso. Charlie corrió a sentarse junto a su padre, feliz. Se agarraba fuerte a su brazo, orgulloso de él. Lo había llevado a ver la ópera, como si fueran ricos. En su barrio no se lo iban a creer cuando lo contara.

Entonces, sintió cómo alguien lo agarraba de las orejas y lo sacaba de la sala.

-Ya sabía yo que no eras de fiar, truhán-. Le reprochaba el mayordomo estirado, que lo condujo fuera de la sala, donde lo esperaba el vigilante del Salón.

Foto: haciendofotos.com
Temiendo la azotaina que iba a recibir, y sin esperar a su padre, que ya había renunciado al espectáculo y corría a auxiliarlo, propinó al guarda un recio puntapié en la entrepierna, se soltó y corrió como alma que lleva el diablo escaleras abajo. Varios empleados y socios trataron de agarrarlo, e incluso le bloquearon la salida a la calle, pero él se metió en uno de los saloncitos que daban al exterior, chocando con más de un camarero cuya bandeja salió volando y esparció por el orbe del club canapés de todas clases, desde caviar ruso hasta huevos de codorniz con foie francés. Era verano, hacía calor, y la ventana estaba abierta. Saltó de una enorme zancada, de esas que saben a libertad peleada, sobrevoló el seto y aterrizó en el húmedo césped que se extendía frente al porche. Y así, ante los estupefactos rostros de flemáticos caballeros británicos de provincia, se alejó calle arriba, a toda velocidad.

Medio siglo después, la crisis se había llevado por delante las fábricas y, con ellas, el esplendor de la ciudad. Los adinerados que quedaban habían abandonado Gil's Yard y se habían mudado al extrarradio, a ficticias urbanizaciones donde ningún ser terrenal osaba adentrarse a molestar. Aquel antiguo barrio de elegantes casas victorianas, residuo de tiempos gloriosos, se dolía bajo la lluvia de otoño y allí, guarecido sólo por el viejo bombín de su padre, el famoso tenor Charles Wheeler observaba, apoyado en el capó de su coche, la descompuesta fachada y el tejado hundido del Salón de Recreo del que hubo de huir una tarde de verano, el mismo día en que, casi al final de la representación, un fallo de la recién instalada luz eléctrica provocó un incendio que arrasó el edificio y se llevó por delante la vida de los más insignes industriales del condado.



Foto: ernestochangai.blogspot.com